Lenguas indígenas, niños y escuelas: una imperiosa reflexión en el Año Internacional de las Lenguas Indígenas

Rebeca Barriga Villanueva

El Colegio de México

Las celebraciones son, por definición, jubilosas, festivas, alegres; sin embargo, hay algunas que pierden su esencia para ceder el paso al desasosiego y a la reflexión. Esta celebración del año internacional de las lenguas indígenas en 2019 no puede ser de otra manera, porque la elocuencia de su objetivo, marcado por la ONU es, desde ya, inquietante: “sensibilizar a la opinión pública sobre los riesgos a los que se enfrentan estas lenguas y su valor como vehículos de la cultura, los sistemas de conocimiento y los modos de vida […] con el fin de llamar la atención sobre la pérdida, que trae consigo la necesidad de conservarlas, revitalizarlas y fomentarlas a nivel nacional e internacional. […] ellos tienen derecho a revitalizar, utilizar, fomentar y transmitir a las generaciones futuras sus lenguas, tradiciones orales, sistemas de escritura y literaturas”. En pocas palabras, las lenguas originarias de México—ixcateco, paipai, zoque y muchas de las 68 de su rica diversidad —, como otras del mundo, merced a políticas lingüísticas inconsistentes, están en medio de una erosión alarmante que las conduce a su desaparición; destina a sus hablantes a cargar consigo consecuencias tan graves como las de la pérdida de su identidad y la experiencia de la discriminación en muchas de sus facetas. Pero, ¿qué pasa cuando los hablantes de esas lenguas son niños, en una etapa crucial de su desarrollo lingüístico, cognitivo y social, se integran en escuelas urbanas (todas con quebrantados lineamientos de Interculturalidad y bilingüismo), donde el español impera en la enseñanza? En efecto, día con día, más niños indígenas pueblan las ciudades y llenan las escuelas urbanas. a raíz de la irrefrenable migración de sus padres, pobres, analfabetos o de muy baja escolaridad; bien monolingües en su lengua materna (triqui, mazateco, náhuatl, mixteco, totonaco) o con un incipiente bilingüismo que los marca irremisiblemente. Las escuelas se convierten, en recintos de paradojas cotidianas donde la diversidad no es una dádiva sino un castigo y donde los niños aprenden a recorrer un amplio espectro que va de la invisibilización a la negación total. Imaginemos el intrincado proceso de aprendizaje sin andamiajes ni acompañamiento: los padres son analfabetas; los maestros carecen de herramientas para desafiar la solapada multiculturalidad de las aulas donde la realidad los impele a ignorar las lenguas de sus pequeños estudiantes que lidian con la necesidad de leer y escribir en una lengua que no empata con los patrones de la suya, y que, además, se dice, no se escribe. Dura situación para una celebración. Tendrían que venir muchos años más para revertir un proceso milenario. Aprender a ver al otro en nosotros mismos; comprender al mundo diverso con una visión diferente.

Más que celebrar tenemos que zarandear la conciencia hacia una alteridad asumida y hacer de la donación de derechos lingüísticos una obligación sostenida en la investigación, en la docencia, en la vida misma.

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