Luis Fernando Lara
El Colegio de México
Miembro de El Colegio Nacional
Cuenta Solange Alberro en su libro Del gachupín al criollo o de cómo los españoles de México dejaron de serlo (El Colegio de México, 1992) el caso de un andaluz, “judaizante sincero”, preso en las mazmorras de la Inquisición de México hacia 1650, cómo pidió que se le diera de comer “calabacitas guisadas, camote con miel…, champurrado…, carnero en achiote y vinagre…, tamales, quelites, tunas…, zapotes”. La vida mexicana ya había incorporado al español multitud de palabras que nombraban y siguen nombrando realidades de nuestra vida comunitaria y de la naturaleza de nuestro país. No podía haber sido de otro modo: confrontados los españoles con una poderosa cultura mesoamericana, con siglos de arraigo y desarrollo, a la que combatieron en el ámbito religioso pero se vieron orillados a aceptar en la profundidad de la vida menuda, cotidiana, se fueron aclimatando, acriollando hasta que la idea de las castas desapareció durante nuestro siglo XIX, integrando al mestizaje –de cuyas maneras de hablar probablemente sea documento la literatura costumbrista-, pero separando al indio, ya fuera desconociéndolo –como proponía José María Luis Mora-, convirtiéndolo en objeto de museo etnográfico junto con sus lenguas, y reduciéndolo a sus “regiones de refugio”, como las llamó Gonzalo Aguirre Beltrán. De esa contradicción todavía no nos hemos librado los mexicanos; en cambio, las palabras de nuestra lenguas amerindias han penetrado nuestro español. No en el reducido discurso urbano y tampoco en el intelectual (excepción hecha del discurso antropológico), pero sí en las instituciones sociales: el tequio, la híbrida talacha, el mitote; la vida familiar: el tata, la pilmama, los cuates, los escuincles, los pipiolos, los chilpayates y el xocoyote; la híbrida tlapalería como el caballocalco yel tecorral; el temascal, el apantle y por supuesto los tecomates, los tompiates, los tenates, los itacates, los malacates. La riquísima y variada comida de las regiones de México: el creador maíz que nos da los elotes, que comienzan jiloteando y terminan como olotes, el delicioso cacahuacintle, el pinole o k’aj entre los yucatecos, las buli-waj, ricas tortillas mezcladas con masa de frijol negro, que hacen agua la boca, los tlacoyos; o qué decir del mocbipollo, los papadzules, el tzic de venado, el pib, el pocchuc o un pescado al tikin chic; el aguacate, el jitomate, el chocolate y el chile; entre aquéllos la pox o chirimoya, las kup, jícamas silvestres. La naturaleza en todas las regiones mexicanas se nombra en lengua indígena y los pocos cientos de nombres en español no alcanzan para ello, lo cual da lugar a muchas homonimias. Los árboles y otras plantas: nopales, biznagas, ahuehuetes, otates, oyameles, acahuites para la Navidad, chicozapotes, guanacastes y chechenes; el ayacahuite, el ololiuqui o turbina, el ezcahuite o llorasangre, los mezquites, muchas plantas que dan remedios medicinales, como el azumate también conocido como estafiate o el cuachalalate. Y los animales: el xoloizcuintle, el cacomiztle, el mitológico tlacuache, las víboras como la maguaquite o nauyaca, el zolcuate o cantil, el zincuate; los pájaros como los zanates o pichos, los centzontles. Puede uno seguir llenando páginas y faltan todos los zapotequismos, las voces del seri o el mayo, del tarahumara, del purépecha, y varios miles más.
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